¡Puedes tener paz y seguridad de salvación!

 ¡Puedes tener paz y seguridad de salvación! 


"Y veré la sangre, y pasaré de vosotros" (Éxodo 12:13)


La sangre en el dintel aseguraba la paz a Israel. “Y veré la sangre, y pasaré de vosotros” (v. 13). No se requería nada más que la aspersión de la sangre para gozar de una paz asegurada en relación con la obra del ángel destructor. La muerte debía hacer su obra en todas las casas del país de Egipto. “Está establecido a los hombres que mueran una vez” (Hebreos 9:27). Pero Dios, en su gran misericordia, halló un Sustituto sin mácula para Israel, sobre el cual se ejecutó la sentencia de muerte. Las exigencias de la gloria de Dios y la necesidad de Israel hallaron así plena satisfacción por una sola y misma cosa: la sangre del cordero. La sangre de afuera decía que todo había sido arreglado perfectamente, puesto que Dios había intervenido en ello, y por consiguiente, una paz perfecta reinó adentro. Una sombra de duda en el corazón de un israelita habría constiuido una grave ofensa al divino fundamento de la paz, a saber, la sangre de la propiciación.

Sin duda, cada uno de aquellos que se hallaban dentro de la puerta rociada con sangre, debería sentir, necesariamente, que si debiese recibir la justa retribución de sus pecados, la espada del destructor caería irremisiblemente sobre él; pero ahora, el cordero había sufrido, en lugar suyo, el trato que él merecía. Este era el fundamento sólido de su paz. El juicio que le correspondía había caído sobre una víctima predestinada por Dios; y creyendo esto, podía comer en paz en el interior de su casa. Una sola duda habría hecho a Jehová mentiroso, porque Él había dicho: “Veré la sangre, y pasaré de vosotros”. Esto es suficiente. No se trataba aquí de méritos personales: el yo estaba absolutamente fuera del asunto. Todos los que se hallaban protegidos por la sangre estaban completamente a salvo. No estaban solamente en el camino para ser salvos; lo eran ya. No debían esperar para ser salvos, u orar para que lo fuesen; sabían ya, como un hecho probado, que lo eran en virtud de la autoridad de esta palabra que permanecerá de generación en generación. Además, no se hallaban en parte salvos y en parte expuestos al juicio, sino que estaban completamente salvos. La sangre del cordero y la palabra de Jehová constituían el fundamento de la paz de Israel en esa noche terrible, cuando el ángel de la muerte hirió a todos los primogénitos de Egipto. Si un solo cabello de la cabeza de un israelita hubiese sido tocado, este hecho habría desmentido la palabra de Jehová, y declarado inútil la sangre del cordero.

Es muy importante tener un conocimiento claro de aquello que constituye el fundamento de la paz del pecador, en la presencia de Dios. Se mezclan tantas cosas con la obra cumplida de Cristo, que las almas se ven sumidas en la incertidumbre y la oscuridad en cuanto a su aceptación. El pecador no discierne el carácter absoluto de la redención por la sangre de Cristo, en su aplicación a sí mismo. Parece ignorar que el pleno perdón de sus pecados descansa sobre el simple hecho de haberse cumplido una expiación perfecta, un hecho atestiguado y probado a la vista de toda inteligencia creada, por la resurrección de entre los muertos del Sustituto de los pecadores. Saben que no hay otro medio de salvarse que la sangre de la cruz, pero los demonios también saben esto pero no les sirve de nada. Lo que ellos ignoran, y lo que nosotros necesitamos saber, es que somos salvos ya. El israelita no solo sabía que había seguridad en la sangre, sino también que estaba a salvo. Y ¿por qué? ¿Por algo que él había hecho, sentido o pensado? De ninguna manera, sino porque Dios había dicho: “Veré la sangre, y pasaré de vosotros”. El israelita descansaba en el testimonio de Dios; creía lo que Dios había dicho, porque Dios lo dijo; “atestigua que Dios es veraz” (Juan 3:33).

Nota, querido lector, que el israelita no descansaba sobre sus propios pensamientos, sentimientos o experiencias respecto a la sangre. Esto habría sido descansar sobre un miserable fundamento de arena. Sus pensamientos y sentimientos podían ser profundos o superficiales; pero profundos o superficiales, nada tenían que ver con el fundamento de su paz. Dios no había dicho: «Cuando veas la sangre y la estimes como debieras, pasaré de ti». Esto habría bastado para sumir al israelita en una profunda desesperación en cuanto a sí mismo, puesto que es imposible para el espíritu humano apreciar en su justo valor la preciosa sangre del Cordero. Lo que le daba la paz, era la certidumbre de que el ojo de Jehová reposaba sobre la sangre, y el israelita sabía que Él la apreciaba en todo su valor. “¡Veré la sangre!”. He aquí lo que tranquilizaba su corazón. La sangre estaba afuera, en el dintel de la puerta, y el israelita que estaba dentro no podía verla; pero Dios veía la sangre, y esto era perfectamente suficiente.

La aplicación de lo que precede a la paz del pecador es muy sencilla. El Señor Jesucristo, habiendo derramado su preciosa sangre, en expiación perfecta por el pecado, llevó esa sangre a la presencia de Dios, e hizo allí la aspersión; y el testimonio de Dios asegura al pecador que cree, que todas las cosas han sido resueltas a su favor, no por el aprecio que él hace de la sangre, sino por la sangre misma, que tiene tan grande valor a los ojos de Dios, que, a causa de esa sangre, y de ella solamente, Dios puede perdonar con justicia todo pecado, y recibir al pecador como un ser perfectamente justo en Cristo. ¿Cómo podría gozar el hombre de una paz sólida, si su paz dependiera de la estima que él hiciese de la sangre? La mayor apreciación que la mente humana puede hacer del valor de la sangre, estará siempre infinitamente por debajo de su valor divino; por lo tanto, si nuestra paz dependiese de nuestra justa apreciación de lo que esta sangre vale, jamás podríamos gozar de una paz firme y segura, y sería lo mismo que si nosotros la buscásemos “por las obras de la ley” (Romanos 9:32; Gálatas 2:16; 3:10). Es necesario que haya un fundamento de paz suficiente solo en la sangre, porque de otra manera jamás tendríamos paz. Mezclar esa sangre con el valor que nosotros le concedemos, es derribar todo el edificio del cristianismo, tan efectivamente como si condujéramos al pecador al pie del monte Sinaí, y lo pusiéramos bajo un pacto de obras. O bien el sacrificio de Cristo es suficiente, o bien no lo es. Y si lo es, ¿por qué esas dudas y temores? Con las palabras de nuestros labios declaramos que la obra está cumplida, pero las dudas y los temores del corazón dicen que no lo está. Todos aquellos que dudan de su perdón perfecto y eterno, niegan, en lo que a ellos se refiere, el cumplimiento y la perfección del sacrificio de Cristo. Hay un gran número de personas que retrocederían a la idea de poner en duda, abiertamente y de propósito deliberado, la eficacia del sacrificio de Cristo, y no obstante, no gozan de una paz segura. Estas personas dicen estar convencidas de que la sangre de Cristo es perfectamente suficiente para satisfacer por completo todas las necesidades del pecador, pero solo si pudiesen estar seguras de tener parte en esa sangre. Si solamente tuviesen la fe verdadera. Muchas almas sinceras se hallan en esta triste condición. Se ocupan más de su fe y de sus sentimientos que de la sangre de Cristo y de la palabra de Dios; en otras palabras, miran dentro de sí mismas, en lugar de mirar afuera, a Cristo. Esto no es fe y, por consiguiente, carecen de paz. El israelita protegido dentro de su casa por la sangre en el dintel podría enseñar a esas almas una lección muy oportuna. El no fue salvo por el valor que concedió a la sangre, sino simplemente por la sangre misma. Sin duda, él apreciaba la sangre a su manera, como seguramente tendría también sus propios pensamientos sobre ella; pero Dios no había dicho: «Cuando vea el aprecio que hacéis de la sangre, pasaré de vosotros»; sino: “Veré la sangre, y pasaré de vosotros”. La sangre, con todo su valor y divina eficacia, había sido puesta delante de Israel; y si el pueblo hubiese querido poner algo más al lado de ella, aunque solo hubiese sido un pedazo de pan sin levadura, para fortalecer el fundamento de su seguridad, habrían hecho a Dios mentiroso, y negado la suficiencia perfecta de Su remedio. Siempre somos propensos a buscar en nosotros, o en nuestras cosas, algo que pueda constituir, junto con la sangre de Cristo, el fundamento de nuestra paz. Sobre este punto vital se advierte en muchos cristianos una lamentable falta de claridad y de comprensión, como lo demuestran las dudas y temores de que se ven atormentados un buen número de ellos. Estamos inclinados a mirar los frutos del Espíritu en nosotros, como si fuesen el fundamento de nuestra paz, en vez de mirar a la obra de Cristo por nosotros. La obra del Espíritu Santo en el cristianismo tiene su lugar; pero esta obra no nos es presentada nunca en las Escrituras como el fundamento donde se afirma nuestra paz. El Espíritu Santo no ha hecho la paz, es Cristo quien la hizo; no se nos dice el Espíritu Santo sea nuestra paz, se nos dice que Cristo es nuestra paz; Dios no envió a predicar la paz por el Espíritu Santo, sino la paz por Jesucristo (compárese Hechos 10:36; Efesios 2:14, 17; Colosenses 1:20). Jamás podremos percibir con demasiada sencillez esta diferencia tan importante. Solo por la sangre de Cristo obtenemos la paz, la justificación perfecta y la justicia divina. Él es quien purifica nuestras conciencias, quien nos introduce en el Lugar Santísimo, quien hace que Dios sea justo recibiendo al pecador que cree, y quien nos da derecho a todos los goces, a todos los honores y a todas las glorias del cielo (véase Romanos 3:24-26; 5:9; Efesios 2:13-18; Colosenses 1:20-22; Hebreos 9:14; 10:19; 1 Pedro 1:19; 2:24; 1 Juan 1:7; Apocalipsis 7:14-17). Al procurar exponer cual es el valor de la preciosa sangre de Cristo, delante de Dios, espero que nadie piense que pretendo escribir ni una sola palabra que pueda empequeñecer la importancia de la obra del Espíritu. ¡Dios no lo permita! El Espíritu Santo nos revela a Cristo, nos hace conocerle, nos permite gozar de Él y alimenta nuestras almas de Él; rinde testimonio a Cristo y toma de las cosas de Cristo para comunicárnoslas. El es la potencia de nuestra comunión, el sello, el testigo, las arras, la unción. En una palabra, todas las benditas operaciones del Espíritu son absolutamente esenciales. Sin Él, no podemos ver, ni oír, ni sentir, ni experimentar, ni manifestar nada de Cristo ni gozar de Él. La doctrina de estas diversas operaciones del Espíritu Santo está claramente expuesta en las Escrituras y es recibida y comprendida por todo cristiano fiel bien enseñado. Sin embargo, a pesar de todo esto, la obra del Espíritu no es el fundamento de la paz; y si lo fuese, no podríamos disfrutar de una paz sólida y segura hasta la venida de Cristo, porque la obra del Espíritu en la Iglesia no se terminará, propiamente hablando, hasta entonces. El Espíritu prosigue su obra en el creyente. “El mismo Espíritu pide por nosotros con gemidos indecibles” (Romanos 8:26); trabaja para hacernos llegar a aquella estatura a la cual hemos sido llamados, es decir, a una perfecta semejanza, en todas las cosas, a la imagen del “Hijo”; es el único Autor de todo buen deseo, de toda aspiración santa, de todo afecto puro, de toda experiencia divina y de toda convicción sana; pero es evidente que su obra en nosotros no será completa, hasta que hayamos abandonado la escena presente de este mundo para tomar nuestro lugar con Cristo en la gloria, así como el siervo de Abraham no terminó su misión, respecto a Rebeca, hasta que la hubo presentado a Isaac. No es así con la obra de Cristo por nosotros. Ella es absoluta y eternamente completa. Cristo pudo decir: “He acabado la obra que me diste que hiciese” (Juan 17:4), y luego: “Consumado es” (Juan 19:30). El Espíritu Santo no puede decir todavía que ha terminado su obra. Como el verdadero Vicario de Cristo en la tierra, continúa trabajando en medio de las diversas influencias contrarias que rodean la esfera de su actividad; trabaja en el corazón de los hijos de Dios para hacerles llegar, de una manera práctica y experimental, a la altura del modelo a cuya imagen deben ser hechos semejantes. Pero jamás conduce el alma a que haga depender de su obra la paz de que goza el creyente en la presencia de Dios. La misión del Espíritu Santo es de hablar de Jesús, y no de sí mismo. “Tomará de lo mío”, dice Jesús, “y os lo hará saber” (Juan 16:14). Puesto que solamente por la enseñanza del Espíritu se puede comprender el verdadero fundamento de la paz, es evidente que solo puede presentar la obra de Cristo como el fundamento sobre el cual el alma debe apoyarse para siempre; más aún, en virtud de esta obra el Espíritu hace su morada y cumple sus maravillosas operaciones en el corazón del creyente. El Espíritu no es nuestro título, si bien es Él quien nos lo revela, y nos hace capaces de poder comprenderlo y gozarlo. Así, el cordero pascual, como fundamento de la paz de Israel, es un tipo admirable y magnífico de Cristo como fundamento de la paz del creyente. Nada debía ser añadido a la sangre puesta sobre el dintel, y tampoco nada más hay que añadir a la sangre puesta sobre el propiciatorio. “El pan sin levadura” y “las hierbas amargas” eran cosas necesarias; pero de ninguna manera debían constituir el fundamento de la paz, ni en todo, ni en parte. Debían ser usadas en el interior de la casa, y constituían las señales características de la comunión en la familia; pero el verdadero fundamento de todo era la sangre del cordero. Ella salvó a los israelitas de la muerte, y los introdujo en una nueva escena de vida, luz y paz, formando así el lazo de unión entre Dios y su pueblo redimido. Como pueblo puesto en relación con Dios sobre el fundamento de una redención cumplida, fue un gran privilegio para los israelitas cumplir ciertas responsabilidades; pero esas responsabilidades no formaban el lazo de unión, sino que eran las consecuencias naturales de él. Deseo recordar también al lector que la vida de obediencia a Cristo no se nos presenta en las Escrituras como la causa que nos concede el perdón; fue la muerte de Cristo en la cruz lo que abrió el libre curso al torrente de amor. Si Cristo hubiese continuado hasta ahora recorriendo las ciudades de Israel “haciendo bienes” (Hechos 10:38), el velo del templo estaría todavía entero, cerrando al adorador la libre entrada a la presencia de Dios. La muerte de Cristo rasgó “en dos, de alto abajo” (Marcos 15:38), ese velo misterioso. Fue por “su llaga”, y no por su vida de obediencia, que “nosotros fuimos curados” (Isaías 53:5; 1 Pedro 2:24); y fue en la cruz donde fue herido y molido y “sufrió nuestros dolores”, y en ninguna otra parte. Sus propias palabras, pronunciadas durante el curso de su vida bendita, son suficientes para hacemos comprender el significado del pasaje donde dice: “De un bautismo tengo que ser bautizado; y ¡cómo me angustio hasta que se cumpla!” (Lucas 12:50). ¿A qué se refiere esta declaración sino a su muerte en la cruz, que fue el cumplimiento de ese bautismo, y que abrió un camino por el cual su amor podía correr libremente, con justicia, hacia los hijos culpables de Adán? Y luego dice de nuevo: “Si el grano de trigo no cae en la tierra y muere, queda solo” (Juan 12:24). Él era, en efecto, ese precioso “grano de trigo”; y habría quedado “solo” para siempre si, a pesar de haber sido hecho carne, no hubiese quitado, por su muerte sobre el madero maldito, todo aquello que pudiese impedir la unión de su pueblo con Él en la resurrección. “Pero si muere, lleva mucho fruto”. Nunca meditará el lector con demasiada atención este asunto tan solemne e importante. Hay dos puntos relativos a esta cuestión, de los cuales conviene acordarse siempre, a saber: que no había unión posible con Cristo sino por medio de la resurrección; y que Cristo sufrió por los pecados solamente en la cruz. No debemos imaginarnos que Cristo nos haya unido a sí por su encarnación; esto era imposible. ¿Cómo habría podido unirse con él de esa manera nuestra carne de pecado? Necesariamente el cuerpo del pecado debía de ser destruido por la muerte; era necesario que el pecado fuese quitado: la gloria de Dios exigía esto, y también que todo el poder del enemigo fuese abolido. ¿Cómo podían ser satisfechas estas exigencias sino por el Cordero de Dios, precioso y sin mácula, que se somete a la muerte de cruz? “Porque convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (Hebreos 2:10). “He aquí, echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra” (Lucas 13:32). La expresión “consumado”, que hallamos en los dos pasajes citados más arriba, no se relaciona con la persona de Cristo de una manera abstracta, por cuanto, como Hijo de Dios, él era perfecto desde toda la eternidad, y en cuanto a su humanidad, también fue absolutamente perfecto. Pero como “autor de la salvación”, como “habiendo de llevar muchos hijos a la gloria” y para asociar consigo un pueblo redimido, fue necesario que llegase al “tercer día” para ser “consumado”. Él solo descendió al “pozo de la desesperación, del lodo cenagoso”; pero inmediatamente puso sus “pies sobre la peña” de la resurrección y asoció consigo “muchos hijos”. (Salmos 40:1-3). Él solo combatió en la batalla, pero, como poderoso vencedor, reparte entre los que le rodean el rico botín, fruto de su victoria, a fin de que lo recojamos y lo gocemos eternamente. Tampoco debemos considerar la cruz de Cristo como un simple incidente en una vida de expiación por el pecado. La cruz fue el grande y único acto de expiación por el pecado. “Quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero” (1 Pedro 2:24); y no los llevó en ninguna otra ocasión. No los llevó en el pesebre, ni en el desierto, ni en el huerto, sino únicamente “sobre el madero”. Jamás tuvo nada que ver con el pecado, respecto a su expiación, sino en la cruz; y una vez puesto en ella, inclinó la cabeza y dio su vida, bajo el peso de los pecados acumulados de su pueblo. Tampoco sufrió jamás de la mano de Jehová sino en la cruz; pero allí, Jehová escondió su rostro de él, porque fue hecho “pecado por nosotros”. (2 Corintios 5:21). Esta sucesión de pensamientos, y los diversos pasajes de donde son sacados, puede que ayuden al lector a comprender más claramente el poder divino de estas palabras: “Veré la sangre, y pasaré de vosotros”. Era absolutamente necesario, sin duda alguna, que el cordero fuese sin defecto, para que pudiese soportar la mirada santa de Jehová. Pero si la sangre no hubiese sido derramada Jehová no habría podido pasar de su pueblo sin herirlo, porque “sin derramamiento de sangre no se hace remisión” (Hebreos 9:22).




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